martes, 29 de mayo de 2007

Zoo

Las mustias letanías del sueño, en vez de dormirme, me rebelan contra la luna. Veo esa medalla de plata como un botón en la camisa del firmamento y recuerdo mi asombro infantil, ante la osadía del silencio, acompañando mi miedo en la piel de un río desconocido.
Todo terminó con una infancia dilatada hasta la edad en que cruzaba la ciudad lleno de resignación, con tres libros bajo el brazo, pero sin ninguno para amortizar el desconcierto. La música de la ciudad era ruidos y bocinas, gritos y metrallas de voces muertas en el grito.
Para esas mañanas de invierno, lo mejor era la invención de un zoológico de deseos. Cada uno sería nuevo, y tendría un código de misterio para los ojos curiosos.
Mi zoológico estaba cubierto por una red de ideas y de proyectos, mezclados con gotas de tristezas. Me convertí en el guardián y en el guía, al mismo tiempo era la llave y el candado, la puerta de entrada y la claraboya de cada escondrijo.
Pero los deseos se alimentaron de mí: bebieron mi imaginación, comieron mis palabras, sedujeron a mis ansias y escalaron la palestra de mis objetivos. Un día se fueron de mí.
Cabizbajo, anduve mirando a los ojos a las personas que pudiesen saber el paradero final de mis viejos compañeros. Pero no me atrevía a preguntar. Nadie sería capaz de entender mi pregunta, mucho menos, mi silencio lleno de elocuencia.
Sentado frente al mar, me captaron las olas, una a una las vi formarse en la pleamar y dirigirse como una flecha de agua que flotara en la superficie hasta perderse en la orilla. Y me quedé dormido.
No soñé con nubes de pétalos ni con piedras que se abrieran como huevos revelando su interior lleno de fuego. Soñé con cenizas, con huesos rotos y con cabelleras todavía adheridas a la piel. Vi la muerte de mis deseos, el cementerio de los seres más cercanos a mi alma.
Al despertar volví a ser el que siempre fui: las manos en los bolsillos, las ganas de vivir, una sonrisa para no decir nada más.
Tuve deseo de despertar, desperté. Tuve deseo de tocar, y toqué. Extendí mi mano en una misteriosa mañana cerrada por la niebla. Alcancé una mano fría pero amigable. Tiré de ella suavemente. Poco a poco vi aparecer su rostro, su cuerpo, sentí llegar su olor. Nos reconocimos después de tanto tiempo, éramos viejos conocidos.
-Tengo la puerta del zoológico- alcancé a escuchar, mientras corríamos hacia los árboles y las montañas...

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